Un amor viejo como un recién nacido

Tuve un amor. Hace tantos siglos de eso.

Venía cuando ya era noche cerrada y marchaba antes del alba. El viento rosado del amanecer, decía, de seguro le quemaría las lágrimas.

Cuando pienso en ella echo de menos la capacidad de segregar un esqueleto externo en las circunstancias en que el interno se derrumba. Una reserva de quitina para suplir las carencias del calcio.

Ella venía lastrada por milenios de dominio, de vejación, de tormento, y al mismo tiempo sus pasos eran indeciblemente ligeros. El poder ascensional de su risa me asombra aún hoy.

Me regalaba tarros de miel furtiva, caramelos color de ámbar con un insecto dentro, ineficaces sortilegios para detener los relojes, serenidad destilada en la contemplación de árboles de diversos colores, me regalaba promesas, promesas a regañadientes, muchas laboriosas y fugaces promesas.

Con ella era imposible establecer las reglas de respetuoso trato que los seres humanos pactan para evitar despedazarse. Nos amábamos y nos heríamos con pasión pareja. La tentación de la vida vegetal. La purificación de las pasiones,
hasta que la sangre se transforma en savia. La inocencia de la fotosíntesis frente al trabajo del carnicero. Ella añoraba la época en que cabalgaba una yegua blanca por
entre bosques inmediatos, las teas asombrosas del otoño. Yo no podía ofrecerle nada equivalente.

Me enjabonaba el cuerpo de arriba abajo, demorándose en el sexo, y yo hacía lo mismo con ella. Nos lavábamos los dientes a la vez, mirándonos a los ojos en el espejo. Hasta que un día ella apartó la mirada.

Tuve un amor, un amor viejo como un recién nacido, un amor intacto después de tantos siglos.

J. Riechmann

1 comentarios :: Un amor viejo como un recién nacido

  1. Nos amábamos y nos heríamos con pasión pareja

    Qué bonito eso, verdá.
    Lástima que cuando yo me cepillaba los dientes lo que veía era el cuello del maje, porque era demasiado alto el cabrón.

    Pero sí.
    Bien bonito.