Los anarquistas

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Pero la gama era infinita. Había el tolstoiano que se negaba a comer carne porque era enemigo de toda muerte violenta, y que muy a menudo era esperantista y teósofo; y el partidario de la violencia hasta en sus formas más indiscriminadas, ya porque sostuviera que el Estado sólo puede combatirse mediante la fuerza, ya porque, como en el caso de Podestá, daba así salida a sus instintos sádicos. Había el intelectual o estudiante que llegaba al movimiento a través de Stirner o de Nietzsche, como Fernando, generalmente individualistas acérrimos y asociales, que muchas veces terminaron apoyando al fascismo; y obreros casi analfabetos que se acercaban al anarquismo en busca de una esperanza instintiva. Había resentidos que volcaban así su odio contra el patrón o la sociedad, y que a menudo terminaban convirtiéndose en despiadados patrones cuando lograban alguna fortuna o en miembros del cuerpo policial; y seres purísimos llenos de bondad y de grandeza, y que aún siendo bondadosos y puros eran capaces de llegar al atentado y la muerte, como en el caso de Simón Radovitsky, llevados por un tipo de espíritu justiciero, a destruir al hombre que juzgaban culpable de la muerte de mujeres y niños inocentes. Existía el vividor que con el cuento del anarquismo la pasaba muy bien, comiendo y durmiendo gratuitamente en casa de compañeros, a los que en ocasiones terminaba robándoles algo o quitándoles la mujer, y que cuando por sus excesos recibía alguna tímida recriminación del dueño de casa contestaba con desprecio "pero qué clase de anarquista es usted, camarada". Y existía el linyera, partidario de la vida libre del pájaro, del contacto con el sol y el campo, que salía con su bulto al hombro a recorrer países y a predicar la buena nueva, trabajando en alguna cosecha, arreglando algún molino o algún arado, y de noche, en el galpón de la peonada, enseñando a leer y a escribir a los analfabetos, o explicándoles en palabras sencillas pero fervientes el advenimiento de la nueva sociedad donde no habrá ni humillación ni dolor ni miseria para los pobres, o leyéndoles páginas de algún libro que llevaba en su hatillo: páginas de Malatesta a los campesinos italianos, o de Bakunin; mientras sus interlocutores silenciosos, tomando mate en cuclillas o sentados sobre algún cajón de kerosén, cansados por la jornada de sol a sol, acaso rememorando alguna remota aldea italiana o polaca, se entregaban a medias a aquel sueño maravilloso, queriéndolo creer pero (instigados por la dura realidad de todos los días) imaginando su imposibilidad, en forma semejante a los que abrumados de desdichas sin embargo a veces sueñan con el paraíso final; y acaso entre aquellos peones, algún criollo, que pensaba que Dios había hecho el campo y el cielo con sus estrellas para todos por igual, esa clase de criollo que añoraba la vieja y altiva vida libre de la pampa sin alambrados, ese paisano individualista y estoico, hacía finalmente suya la buena de aquellos remotos apóstoles de nombres raros y, ya para siempre, abrazaba con ardor la doctrina de la esperanza.

Y cuando aquella noche de 1928 un zapatero tolstoiano sostuvo que nadie tenía derecho a matar a nadie, y mucho menos en nombre del anarquismo; y que hasta la vida de los animales era sagrada, motivo por el cual él se alimentaba con verdura, un joven desconocido, de quizá diecisiete años, alto y moreno, de ojos verdosos y expresión irónica y dura, respondió:

-Es posible que comiendo lechuga usted mejore el funcionamiento de sus intestinos, pero me parece muy difícil que logre echar abajo la sociedad burguesa.

Todos miraron a aquel joven desconocido.

Y otro tolstoiano salió en defensa del zapatero, recordando la leyenda de cuando Buda se dejó devorar por un tigre para aplacar su hambre. Pero un partidario de la violencia justa preguntó qué habría hecho Buda si hubiera visto que el tigre no se precipita sobre él sino sobre un niño indefenso. Después de lo cual la discusión se hizo tormentosa, sarcástica, lírica, agraviante, tonta, candorosa o brutal según los temperamentos, demostrando una vez más que una sociedad sin clases y sin problemas sociales tal vez sea tan violenta e inarmónica como ésta. Salieron una vez más los mismos argumentos y los mismos recuerdos: ¿no se justificaba que Radovitsky hubiese matado al jefe de policía culpable de la masacre del primero de mayo de 1909? ¿No reclamaban venganza los ocho proletarios muertos y los cuarenta heridos? ¿No habpia mujeres entre los sacrificados? Sí, quizá. El Estado Burgués defendía implacablemente sus privilegios, armado hasta los dientes, no perdonaba vida ni libertad, la justicia y el honor no existían para esos déspotas que sólo perseguían el mantenimiento de sus privilegios. Pero ¿y los inocentes que se mataban a veces con las bombas anarquistas? Y además ¿podría alcanzarse una sociedad mejor mediante la violencia y la venganza? ¿No eran los anarquistas los verdaderos depositarios de los mejores valores humanos: de la justicia y la libertad, de la hermandad y el respeto al ser viviente?

Y luego ¿era admisible que en nombre de esos altos principios se aplastase a meros pagadores de bancos o de casas de comercios, que al fin de cuentas eran inocentes, y se los masacrara para obtener dinero que se utilizaba para obtener dinero que se utilizaba para colmo con fines dudosos? Momento en que el debate terminó en medio de un gran tumulto de insultos, de gritos y finalmente de armas.

Sobre Héroes y Tumbas
Sábato

Un amor viejo como un recién nacido

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Tuve un amor. Hace tantos siglos de eso.

Venía cuando ya era noche cerrada y marchaba antes del alba. El viento rosado del amanecer, decía, de seguro le quemaría las lágrimas.

Cuando pienso en ella echo de menos la capacidad de segregar un esqueleto externo en las circunstancias en que el interno se derrumba. Una reserva de quitina para suplir las carencias del calcio.

Ella venía lastrada por milenios de dominio, de vejación, de tormento, y al mismo tiempo sus pasos eran indeciblemente ligeros. El poder ascensional de su risa me asombra aún hoy.

Me regalaba tarros de miel furtiva, caramelos color de ámbar con un insecto dentro, ineficaces sortilegios para detener los relojes, serenidad destilada en la contemplación de árboles de diversos colores, me regalaba promesas, promesas a regañadientes, muchas laboriosas y fugaces promesas.

Con ella era imposible establecer las reglas de respetuoso trato que los seres humanos pactan para evitar despedazarse. Nos amábamos y nos heríamos con pasión pareja. La tentación de la vida vegetal. La purificación de las pasiones,
hasta que la sangre se transforma en savia. La inocencia de la fotosíntesis frente al trabajo del carnicero. Ella añoraba la época en que cabalgaba una yegua blanca por
entre bosques inmediatos, las teas asombrosas del otoño. Yo no podía ofrecerle nada equivalente.

Me enjabonaba el cuerpo de arriba abajo, demorándose en el sexo, y yo hacía lo mismo con ella. Nos lavábamos los dientes a la vez, mirándonos a los ojos en el espejo. Hasta que un día ella apartó la mirada.

Tuve un amor, un amor viejo como un recién nacido, un amor intacto después de tantos siglos.

J. Riechmann

Historia de un amor (entrega final)

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V

Porque se amaban sin pasado, sin futuro, en un presente moribundo, despeñado, arrebatado a las buenas conciencias, incapaces de rencor pero también de las pretensiones dominicales de las parejas menos tragicómicas.
Fue entonces cuando ella dijo "desaparecete".
Él pensó cosas que no deben escribirse (si uno atiende a las leyes del buen decir y a las jornadas de vacunación sabatina):
se hizo jirones la piel con un orgullo casi didáctico mientras ella aplaudía y tarareaba una balada militar sobre el cadalso improvisado de la sala.
Buscó resguardo en la lluvia -él- pero era tarde y las luciérnagas habían apagado sus rubores.
Dijo buenas noches -ella- y soñó con los zapatos de su hermana desquiciada.
Yo, digo, él, veló su sueño y veló aquél presente, sin pasado, sin futuro.

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A es y no es B

Es que no me pasan, los presocráticos. Tuve una fascinación extraña al leerlos, aunque la edición sea una de las burradas que saca Oxford University Press en la tradición de cualquiertemafundamental for dummies: Presocratic Philosophy A very Short Introduction. (Fue lo único que pude encontrar en mi biblioteca local; biblioteca ésta, hecha para probar programas pilotos para señores incontinentes de la tercera edad es decir, con una notable colección de noveletas y libros de historia de la segunda guerra mundial). En fin, lo rescatable de la edición es que recoge algunos fragmentos de cada autor (y luego te atiborra de comentario que...)

Al final me quedo con Empédocles y Heráclito y algo de los sofistas (algo de su cinismo; ni modo). Quizás lo fascinante es la holgura con que se aborda el mundo teleológicamente. En algún sentido los muchachos estos la tenían más fácil: los caminos no estaban trazados, la humanidad no había recorrido dos mil quinientos años por las rutas de la lógica y la ignominia. Aún era posible imaginar que A es y no es B. Y no es que este (este que hemos recorrido) camino sea eminentemente macabro (aunque lo sea), pero no puedo dejar de pensar que somos sólo muecas de lo humano, pobres remedos de algo truncando y escindido en su raíz. No es un llamado a la insurreción contra la lógica y sus secuaces temidos; pero...y si en ese mundo yo es yo pero también es flor o lombriz o paramecium o alcantarilla de aguas negras...¡qué posibilidades! (especialmente esta última, claro...)

Hoy en día, en cuanto se quiera abordar al mundo con alguna pretensión de teleología, con algún cuestionamiento chistoso o serio a su episteme, en seguida te caen los ejércitos que cuidan el Universo del desmoronamiento: la física la matemática la sociología el marketing la CIA y hasta el panadero